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Araya, paraíso perdido en el Caribe 

Texto y fotos Cortesía: Padre Edduar Molina E

 @pedduar

Durante mis días de vacaciones tuve la gracia de visitar y conocer el edén de Araya, hermosa Península ubicada al oeste del estado Sucre. Sus días transcurren con un abrazador sol caluroso, lleno de luz y con el sonido permanente de las olas del azul de su mar.

Sus 270 kilómetros de costas, con la forma de brazos abiertos, espera al visitante para que haga suya la belleza que esconde el Golfo de Cariaco.

 Cristóbal Colón, en su tercer viaje, pisó este Golfo en 1498. Era la primera vez que llegaba a la plataforma continental, al mismo tiempo que los españoles Pedro Alonso Niño y Cristóbal Guerra, en busca de perlas, descubrieron sus salinas en 1499. Los historiadores relatan que antes de la llegada de los hispanos había asentamientos humanos en Araya. Los guaiqueríes eran expertos pescadores y buzos que vivían entre esa península, Margarita, Coche, Cubagua y Cumaná. Extraían perlas y sal, y preparaban pescado salado para intercambiar.

Como testigo silencioso y firme de la historia de la Península, se impone sobre lo más alto de su territorio la Real Fortaleza de Santiago de Arroyo (ruinas) o el conocido castillo de Araya, que después de veinte años de obras, fue concluida su construcción en 1630 a orillas del Caribe, con el fin de defender las salinas de los holandeses. Contaba en su interior con 200 fusileros, 20 artilleros, oficiales y empleados. Luego de sufrir las inclemencias del terremoto de 1684 y el huracán de 1725 anegó la laguna e inhabilitó el cuajo de sal. Fue entonces, cuando las salinas dejaron de ser productivas, apagando a los holandeses la ilusión de buscar sal en Araya, quedando sin uso el castillo. Al Consejo de Indias llegaron solicitudes de provincias limítrofes pidiendo las armas, cañones y los hombres, por lo que el 6 de enero de 1762, la Corona pidió que se demoliera el fuerte, pese a los explosivos, no lograron destruirlo por completo quedando sus ruinas como un retazo de esa historia que se niega a morir, el encuentro de dos culturas que se complementaron y nos dieron nuestra propia identidad.

Pero Araya no es solo paisajismo del mar que fascina al visitante o vestigio de pasado glorioso, es la casa de muchos venezolanos que se han trasladado a esta tierra de gracia para hacer de ésta su hogar. Como el cirujano Santos Girón y su esposa la anestesióloga Diosa, quienes desde hace más de veinte años prestan sus servicios al pueblo de Araya en la salud. Además, de contar con un emprendimiento de panadería que ayuda a las necesidades de alimentación del pueblo, junto a su preocupación por la evangelización de la Iglesia con una participación protagónica en la misión de la esta comunidad parroquial, por medio del Movimiento de Cursillos de Cristiandad.

 Otro ejemplo de hacer suya esta tierra, es la de la tachirense Judith Leal, desde hace seis años en la Península, cercana y amiga de todo el pueblo arayense, junto a otros tantos profesores universitarios de Caracas que ahora brindan apoyo educativo a esta noble gente, con el único interés de ser útil a sus hermanos. Sin dejar de mencionar las iniciativas de la Asociación Civil Trabajo y Persona, formando mujeres emprendedoras para capacitarlas en oficios que les ayuden a ser autogestoras de su propio desarrollo integral.

 Pasar por la Península oriental es pasar por la tierra del inmortal poeta Cruz María Salmerón Acosta, Manicuare un pueblo lleno de poemas y artesanía, con una amplia riqueza cultural que data de tiempos pre-colombinos. Me llamó la atención la dedicación y el esfuerzo de sus mujeres por transformar las minas de barro de su entorno, en hermosas piezas para decoración y uso doméstico. En la casa del poeta me encontré con su custodio y promotor cultural, Julio Hernández, con su figura quijotesca, nos cuenta y nos ilusiona con las poesías de Cruz Salmerón.  Como su conocido poema “azul”:

Azul de aquella cumbre tan lejana/ hacia la cual mi pensamiento vuela/ bajo la paz azul de la mañana, / ¡color que tantas cosas me revela! / Azul que del azul del cielo emana, / y azul de este gran mar que me consuela, / mientras diviso en él la ilusión vana/ de la visión del ala de una vela.

Mi gratitud al Arzobispo de Cumaná, Monseñor Jesús González de Zarate, por su hospitalidad y atenciones, junto a mis hermanos sacerdotes y laicos por tanto cariño y generosidad. ¡Dios les pague!

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